SANTA CLARA DE ASÍS


Nacida en Asís el 16 de julio de 1194; fallecida en la misma localidad el 11 de agosto de 1253. Era la hija mayor de Favorino Scifi, conde de Sasso-Rosso, representante acaudalado de una antigua familia romana, a quien pertenecía un gran palacio en Asís y un castillo en las faldas del monte Subasio. Eso es, al menos, lo que cuenta la tradición. Su madre, Beata Ortolana, pertenecía a la noble familia de los Fiumi y destacaba por su celo y piedad. Desde sus primeros años Clara parecía dotada con las más raras virtudes. Ya de niña era muy aficionada a la oración y a la práctica de la mortificación, y cuando alcanzó la adolescencia su repugnancia por el mundo y su ansia de una vida más espiritual se incrementaron. Cuando Clara tenía dieciocho años, San Francisco acudió a la iglesia de San Giorgio de Asís para predicar durante la cuaresma. Las palabras inspiradas del Poverello encendieron una llama en el corazón de Clara. Fue a buscarle en secreto y le suplicó que la ayudara a vivir también "según el modo del Santo Evangelio". San Francisco, que enseguida reconoció en Clara una de esas almas escogidas destinadas por Dios para grandes cosas, y que indudablemente previó también que otras muchas podrían seguir su ejemplo, prometió ayudarla.
El Domingo de Ramos, Clara, engalanada, asistió a Misa Mayor en la catedral, pero cuando los demás se acercaron hacia el pretil del altar para recoger un ramo de palma, ella permaneció ensimismada en su sitio. Todos los ojos se posaron sobre la joven. Entonces, el obispo descendió del altar y le colocó la palma en su mano. Esta fue la última vez que el mundo contempló a Clara. Aquella misma noche abandonó secretamente la casa de su padre por consejo de San Francisco y, acompañada por su tía Bianca, se dirigió a la humilde capilla de la Porciúncula, donde San Francisco, tras cortarle el cabello, la vistió con una basta túnica y un grueso velo. De esta forma, la joven hizo voto de servicio a Jesucristo. Era el 20 de marzo de 1212.
Clara fue instalada provisionalmente por San Francisco con las monjas benedictinas de San Paolo, cerca de Bastia, pero su padre, que esperaba para ella un espléndido matrimonio, y que estaba furioso por su huida secreta, hizo lo posible, al descubrir su retiro, para disuadirla de su proyecto, e incluso trató de llevarla a casa por la fuerza. Pero Clara se sostuvo con una firmeza por encima de la propia de su edad, y el conde Favorino se vio finalmente obligado a dejarla. Pocos días más tarde San Francisco, con el fin de proporcionar a Clara la gran soledad que deseaba, la transfirió a Sant'Angelo in Panzo, otro monasterio de benedictinas en una de las faldas del monte Subasio. Aquí, a los dieciséis días de su huida, se le unió su hermana Inés (Santa Inés de Asís), de la que fue instrumento de liberación frente a la persecución de sus furiosos familiares. Clara y su hermana permanecieron con las monjas de Sant'Angelo hasta que junto con otras fugitivas del mundo fueron establecidas por San Francisco en un tosco alojamiento adyacente a la pobre capilla de San Damián, situada fuera de los muros de la ciudad, construido en gran parte por sus propias manos, y que había obtenido de las Benedictinas como morada permanente para sus hijas espirituales. De este modo fue fundada la primera comunidad de la Orden de las Damas Pobres, o Clarisas, como llegó a ser conocida esta segunda orden de San Francisco.
Al principio, Santa Clara y sus compañeras no tenían regla escrita que seguir salvo una corta formula vitae dada por San Francisco, y que puede encontrarse entre sus trabajos. Algunos años más tarde, aparentemente en 1219, durante el viaje de San Francisco a Próximo Oriente, el Cardenal Ugolino, protector en aquella época de la orden, y posteriormente Gregorio IX, esbozó una regla escrita para las Clarisas de Monticelli, tomando como base la Regla de San Benito, manteniendo sus puntos fundamentales y añadiendo algunas constituciones especiales. Esta nueva regla que, en efecto si no en intención, eliminaba de las Clarisas la característica franciscana de la absoluta pobreza tan querida para el corazón de San Francisco, e hizo de ellas, a efectos prácticos, una congregación de Benedictinas, fue aprobada por Honorio III (Bula "Sacrosancta", 9 de diciembre de 1219). Cuando Clara supo que la nueva orden, tan estricta en otros aspectos, permitía la tenencia de propiedades en común, se opuso con valentía y éxito a las innovaciones de Ugolino, por ser completamente opuestas a las intenciones de San Francisco. Éste había prohibido a las Damas Pobres, como lo había hecho a sus frailes, la posesión de cualquier bien terreno, incluso en común. Al no poseer nada, dependían enteramente de lo que los frailes menores pudieran pedir por ellas. Esta completa renuncia a toda propiedad fue, sin embargo, considerada por Ugulino inviable para mujeres enclaustradas. Por tanto, cuando en 1228 fue a Asís para la canonización de San Francisco (habiendo mientras tanto ascendido al trono pontificio como Gregorio IX), visitó a Santa Clara en San Damiano, y la presionó tratando de desviarla de la práctica de la pobreza que había guardado hasta ese momento en San Damiano y hacerle aceptar algunos bienes para cubrir las necesidades imprevistas de la comunidad. Pero Clara rehusó firmemente. Gregorio, creyendo que su renuncia podía deberse al miedo a violar el voto de absoluta pobreza que había hecho, ofreció absolverla de él. "Santo padre, yo anhelo la absolución de mis pecados", contestó Clara, "pero no deseo ser absuelta de mi obligación de seguir a Jesucristo".
El heroico desprendimiento de Clara llenó al papa de admiración, como muestra con testimonio elocuente la carta, aún existente, que le escribió, hasta el punto de otorgarle el 17 de septiembre de 1228 el célebre Privilegium Paupertis, con algunas consideraciones relativas a la corrección de la regla de 1219. La copia original autógrafa de este privilegio - el primero de este tipo solicitado, u otorgado por la Santa Sede - se conserva en el archivo de Santa Clara de Asís. El texto es el siguiente: Gregorio Obispo Servidor de los Servidores de Dios. A nuestra querida hija en Cristo Clara y a otras criadas de Cristo que habitan juntas en la Iglesia de San Damiano de la Diócesis de Asís. Salud y Bendición Apostólica. Es evidente que el deseo de consagraros únicamente a Dios os ha guiado a abandonar todo deseo de cosas temporales. Por lo cual, después de haber vendido todos vuestros bienes y haberlos distribuido entre los pobres, os propusisteis no tener ninguna posesión, pues el brazo izquierdo de vuestro Celestial Esposo está sobre vuestra cabeza para sostener la debilidad de vuestro cuerpo, el cual, de acuerdo con la orden de la caridad, habéis sujetado a la ley del espíritu. Finalmente, Él que alimenta a las aves y da a los lirios del campo sus galas y su sustento, no os dejara en necesidad de vestido o de alimento hasta que venga Él mismo a atenderos en la eternidad cuando, a saber, la mano derecha de Su consolación os abrace en la plenitud de su Beatífica Visión. Desde que, por lo tanto, pedisteis por ello, Nos confirmamos como favor apostólico vuestra resolución de la más noble pobreza y por la autoridad de estas presentes cartas concedemos que no podáis ser obligadas por nadie a recibir posesiones. A nadie, por tanto, le está permitido violar esta nuestra concesión u oponerse a ella con imprudente temeridad. Pero si alguien pretende atentar contra ella, hágasele saber que incurrirá en la ira de Dios Todopoderoso y de sus Bienaventurados Apóstoles, Pedro y Pablo. Dada en Perusa a los quince días de las calendas de octubre en el segundo año de nuestro pontificado.

No es improbable que Santa Clara hubiera solicitado un privilegio como el anterior en una fecha más temprana, y que lo hubiera obtenido de viva voz. Es cierto que tras la muerte de Gregorio IX, Clara tuvo que luchar una vez más por el principio de absoluta pobreza prescrito por San Francisco, pues Inocencio IV habría querido dar a las Clarisas una regla nueva y mitigada. Pero la firmeza con que ella se sostuvo venció al papa. Finalmente, dos días antes de la muerte de Clara, Inocente, no vacilando ante la reiterada petición de la abadesa moribunda, confirmó solemnemente la definitiva Regla de las Clarisas (Bula "Solet Annuere", 9 de agosto de 1253), y de este modo les aseguró el precioso tesoro de la pobreza que Clara, a imitación de San Francisco, había tomado desde el momento de su conversión. El autor de esta última regla, que es en gran parte una adaptación mutatis mutandis de la regla que San Francisco había redactado para sus Frailes Menores en 1223, parece haber sido el cardenal Rainaldo, obispo de Ostia, y protector de la orden, posteriormente Alejandro IV, aunque es muy probable que la misma Santa Clara echara una mano para su compilación. Vistas así las cosas, no puede mantenerse por más tiempo que San Francisco fuera en ningún sentido el autor de esta regla formal de las Clarisas; él únicamente dio a Santa Clara como principio de su vida religiosa la breve formula vivendi ya mencionada.
Santa Clara, que en 1215 había sido hecha superiora de San Damiano por San Francisco, en gran parte contra sus deseos, continuó gobernando allí como abadesa hasta su muerte en 1253, casi cuarenta años más tarde. No hay buenas razones para creer que hubiera atravesado alguna vez los muros de San Damiano durante todo este tiempo. No hay por tanto que maravillarse de que hayan llegado hasta nosotros comparativamente tan pocos detalles de la vida de Santa Clara en el claustro "oculta con Cristo en Dios". Sabemos que llegó a ser una réplica viva de la pobreza, la humildad y la mortificación de San Francisco. Tenía una especial devoción hacia la Sagrada Eucaristía, y con el fin de incrementar su amor a Cristo crucificado aprendió de corazón el Oficio de la Pasión compuesto por San Francisco, y durante el tiempo que le dejaban sus ejercicios devocionales se dedicaba a labores manuales. Es innecesario añadir que durante la guía de Santa Clara, la comunidad de San Damiano se convirtió en el santuario de la virtud, un auténtico vivero de santas. Clara tuvo el consuelo no sólo de ver a su hermana menor Beatriz, a su madre Ortolana y a su devota tía Bianca siguiendo a su hermana Inés e ingresando en la orden, sino también de ser testigo de la fundación de conventos de Clarisas a lo largo y ancho de Europa. Sería difícil, sin embargo, estimar cuánto hizo la silenciosa influencia de la abadesa para guiar a las mujeres medievales hacia metas más altas. En particular, Clara esparció en torno a su pobreza ese encanto irresistible que sólo las mujeres pueden comunicar de heroísmo civil o religioso, y llegó a ser la más eficaz ayudante de San Francisco en promover ese espíritu de desprendimiento que según los consejos de Dios "produjo una restauración de la disciplina de la Iglesia y de la moral y civilización en Europa Occidental". Sin duda no fue la parte menos importante de la obra de Clara la ayuda y el ánimo que dio a San Francisco. En una ocasión en la que éste creía que su vocación descansaba en una vida contemplativa, se revolvió a ella con sus dudas, y Clara le urgió para que continuara con su misión a la gente. Cuando en un ataque de ceguera y enfermedad San Francisco fue por última vez a visitar San Damiano, Clara erigió para él una pequeña choza en un olivar próximo al convento, y allí fue donde compuso su glorioso "Cántico de las Criaturas". Tras la muerte de San Francisco, la procesión que acompañaba sus restos desde la Porciúncula hasta la ciudad pararon en San Damiano para que Clara y sus hermanas pudieran venerar los pies y manos perforados de quien las había transformado al amor de Cristo crucificado- una escena llena de patetismo que Giotto conmemoró en uno de sus mejores frescos. Sin embargo, en lo concerniente a Clara, San Francisco siempre estuvo vivo, y nada hay, tal vez, más llamativo en su vida posterior que su inquebrantable lealtad a los ideales del Poverello, y el celoso cuidado con el cual se agarró a su regla y a su enseñanza.
Cuando, en 1234, el ejército de Federico II estaba devastando el
valle de Espoleto, los soldados, preparándose para el asalto de Asís, escalaron los muros de San Damiano de noche esparciendo el terror entre la comunidad. Clara se levantó tranquilamente de su lecho de enferma, y cogiendo el ciborio de la pequeña capilla aneja a su celda, hizo frente a los invasores, que ya habían apoyado una escalera en una ventana abierta. Se cuenta que, conforme ella iba alzando en alto el Santísimo Sacramento, los soldados que iban a entrar cayeron de espaldas como deslumbrados, y los otros que estaban listos para seguirles iniciaron la huida. Debido a este incidente, Santa Clara es generalmente representada portando un ciborio.
Cuando, algún tiempo más tarde, una fuerza mayor, conducida por el general Vitale di Aversa, que no había estado presente en el primer ataque, volvió para asaltar Asís, Clara, junto con sus hermanas, se arrodilló en la más sincera oración para que la ciudad pudiera ser salvada. Al poco se desencadenó una furiosa tormenta, que desparramó las tiendas de los soldados en todas las direcciones, y causó tal pánico que volvieron a tomar refugio en la huida. La gratitud de los habitantes de Asís, que de común acuerdo atribuyeron su liberación a la intercesión de Clara, aumentó su amor hacia la Madre Seráfica. Hacía ya tiempo que Clara había sido recogida en los corazones del pueblo, y su veneración hacia ella se hizo más manifiesta cuando, desgastada por la enfermedad y las austeridades, se dirigía a su fin. Valiente y alegre hasta el final, a pesar de sus largas y dolorosas enfermedades, Clara hizo que la levantaran en la cama y, así reclinada, dice su biógrafo contemporáneo, "hiló las más finas hebras con el propósito de tenerlas tejidas en el más delicado material, con el cual hizo después más de un centenar de corporales, y, guardándolas en una bolsa de seda, ordenó que se repartieran entre las iglesias de los campos y montes de Asís". Cuando finalmente sintió que el día de su muerte se acercaba, Clara, llamando a sus afligidas religiosas en su torno, les recordó los muchos beneficios que habían recibido de Dios y las exhortó a que perseveraran llenas de fe en la observancia de la pobreza evangélica. El papa Inocente IV vino desde Perusa para visitar a la santa moribunda, que ya había recibido los últimos sacramentos de manos del cardenal Rainaldo. Su propia hermana, Santa Inés, retornó de Florencia para consolarla en su última enfermedad; León, Ángel y Junípero, tres de los primeros compañeros de San Francisco, estuvieron también presentes en el lecho mortal, y Santa Clara les pidió que leyeran en voz alta la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo según San Juan, como habían hecho treintisiete años antes, cuando Francisco estaba tendido moribundo en la Porciúncula. Finalmente, antes del amanecer del 11 de agosto de 1253, la santa fundadora de las Damas Pobres falleció en paz entre escenas que su biógrafo contemporáneo registró con conmovedora sencillez. El papa, con su corte, fue a San Damiano para el funeral de la santa, que tomó casi la naturaleza de una procesión triunfal.
Las Clarisas deseaban retener el cuerpo de su fundadora con ellas en San Damiano, pero los magistrados de Asís interfirieron y tomaron medidas con el fin de asegurar para la ciudad los venerados restos de quien, como ellos creían, por dos veces la había salvado de la destrucción. Los milagros de Clara se habían contado por doquier. No era seguro, según los ciudadanos de Asís, dejar el cuerpo de Clara en un lugar solitario fuera de las murallas; era justo, además, que Clara "el principal rival del beato Francisco en la observancia de la perfección del Evangelio" tuviera también una iglesia construida en su honor en Asís. Mientras tanto, los restos de Clara fueron depositados en la capilla de San Giorgio, donde la predicación de San Francisco había tocado por primera vez su joven corazón, y donde su propio cuerpo había igualmente sido colocado mientras se elevaba la Basílica de San Francesco.
Dos años más tarde, el 26 de septiembre de 1255, Clara fue solemnemente canonizada por Alejandro IV, y no mucho más tarde la construcción de la iglesia de Santa Clara, en honor del segundo gran santo de Asís, fue comenzada bajo la dirección de Filippo Campello, uno de los principales arquitectos de su tiempo. El 3 de octubre de 1260, los restos de Clara fueron transferidos desde la capilla de San Giorgio y enterrados profundamente en la tierra, bajo el altar mayor de la nueva iglesia, lejos de la vista y del alcance de nadie. Tras haber permanecido ocultos durante seis siglos- al igual que los restos de San Francisco- y después de que se hubieran realizado muchas búsquedas, la tumba de Clara fue localizada en 1850, para gran alegría de los habitantes de la ciudad. El 23 de septiembre de ese año el ataúd fue desenterrado y abierto; la carne y ropas de la santa se habían reducido a polvo, pero el esqueleto estaba en perfecto estado de conservación. Finalmente, el 29 de septiembre de 1872, los huesos de la santa fueron transferidos, con mucha pompa, por el arzobispo Pecci, posteriormente León XIII, al sepulcro erigido en la cripta de Santa Chiara para recibirlos, y donde ahora se pueden contemplar.
La fiesta de Santa Clara es celebrada en toda la Iglesia el 11 de agosto; la fiesta de su primer traslado se mantiene en la orden el 3 de octubre, y la del hallazgo de su cuerpo el 23 de septiembre.
Las fuentes de la historia de Santa Clara a nuestra disposición son pocas en número. Ellas incluyen (1) un Testamento atribuido a la santa y algunas encantadoras Cartas escritas a ella por la Beata Inés, Princesa de Bohemia; (2) la Regla de las Clarisas, y un cierto número de tempranas Bulas Pontificias relativas a la Orden; (3) una Biografía contemporánea, escrita en 1256 por orden de Alejandro IV. Esta vida, que actualmente es generalmente atribuida Tomás de Celano, es la fuente de la cual los siguientes biógrafos de Santa Clara han obtenido la mayor parte de sus informaciones.
















SAN FRANCISCO DE ASÍS

Francisco nació en Asís, Italia en 1181 ó 1182. Su padre era comerciante y su madre pertenecía a una familia noble. Tenían una situación económica muy desahogada. Su padre comerciaba mucho con Francia y cuando nació su hijo estaba fuera del país. Las gentes apodaron al niño “francesco” (el francés) aunque éste había recibido en su bautismo el nombre de “Juan.” 

En su juventud no se interesó ni por los negocios de su padre ni por los estudios. Se dedicó a gozar de la vida sanamente, sin malas costumbres ni vicios. Gastaba mucho dinero pero siempre daba limosnas a los pobres. Le gustaban las románticas tradiciones caballerescas que propagaban los trovadores. 

Cuando Francisco tenía como unos veinte años, hubo pleitos y discordia entre las ciudades de Perugia y Asís. Francisco fue prisionero un año y lo soportó con alegría. Cuando recobró la libertad cayó gravemente enfermo. La enfermedad fortaleció y maduró su espíritu. Cuando se recuperó, decidió ir a combatir en el ejército. Se compró una costosa armadura y un manto que regaló a un caballero mal vestido y pobre. Dejó de combatir y volvió a su antigua vida pero sin tomarla tan a la ligera. Se dedicó a la oración y después de un tiempo tuvo la inspiración de vender todos sus bienes y comprar la perla preciosa de la que habla el Evangelio. Se dio cuenta que la batalla espiritual empieza por la mortificación y la victoria sobre los instintos. Un día se encontró con un leproso que le pedía una limosna y le dio un beso.

Visitaba y servía a los enfermos en los hospitales. Siempre, regalaba a los pobres sus vestidos, o el dinero que llevaba. Un día, una imagen de Jesucristo crucificado le habló y le pidió que reparara su Iglesia que estaba en ruinas. Decidió ir y vender su caballo y unas ropas de la tienda de su padre para tener dinero para arreglar la Iglesia de San Damián. Llegó ahí y le ofreció al padre su dinero y le pidió permiso para quedarse a vivir con él. El sacerdote le dijo que sí se podía quedar ahí, pero que no podía aceptar su dinero. El papá de San Francisco, al enterarse de lo sucedido, fue a la Iglesia de San Damián pero su hijo se escondió. Pasó algunos días en oración y ayuno. Regresó a su pueblo y estaba tan desfigurado y mal vestido que las gentes se burlaban de él como si fuese un loco. Su padre lo llevó a su casa y lo golpeó furiosamente, le puso grilletes en los pies y lo encerró en una habitación (Francisco tenía entonces 25 años). Su madre se encargó de ponerle en libertad y él se fue a San Damián. Su padre fue a buscarlo ahí y lo golpeó y le dijo que volviera a su casa o que renunciara a su herencia y le pagara el precio de los vestidos que había vendido de su tienda. San Francisco no tuvo problema en renunciar a la herencia y del dinero de los vestidos pero dijo que pertenecía a Dios y a los pobres. Su padre le obligó a ir con el obispo de Asís quien le sugirió devolver el dinero y tener confianza en Dios. San Francisco devolvió en ese momento la ropa que traía puesta para dársela a su padre ya que a él le pertenecía. El padre se fue muy lastimado y el obispo regaló a San Francisco un viejo vestido de labrador que tenía al que San Francisco le puso una cruz con un trozo de tiza y se lo puso.

San Francisco partió buscando un lugar para establecerse. En un monasterio obtuvo limosna y trabajo como si fuera un mendigo. Unas personas le regalaron una túnica, un cinturón y unas sandalias que usó durante dos años.
Luego regresó a San Damián y fue a Asís para pedir limosna para reparar la Iglesia. Ahí soportó las burlas y el desprecio. Una vez hechas las reparaciones de San Damián hizo lo mismo con la antigua Iglesia de San Pedro. Después se trasladó a una capillita llamada Porciúncula, de los benedictinos, que estaba en una llanura cerca de Asís. Era un sitio muy tranquilo que gustó mucho a San Francisco. Al oir las palabras del Evangelio “...No lleven oro....ni dos túnicas, ni sandalias, ni báculo..”, regaló sus sandalias, su báculo y su cinturón y se quedó solamente con su túnica sujetada con un cordón. Comenzó a hablar a sus oyentes acerca de la penitencia. Sus palabras llegaban a los corazones de sus oyentes. Al saludar a alguien, le decía “La paz del Señor sea contigo”. Dios le había concedido ya el don de profecía y el don de milagros. 
San Francisco tuvo muchos seguidores y algunos querían hacerse discípulos suyos. Su primer discípulo fue Bernardo de Quintavalle que era un rico comerciante de Asís que vendió todo lo que tenía para darlo a los pobres. Su segundo discípulo fue Pedro de Cattaneo. San Francisco les concedió hábitos a los dos en abril de 1209.

Cuando ya eran doce discípulos, San Francisco redactó una regla breve e informal que eran principalmente consejos evangélicos para alcanzar la perfección. Después de varios años se autorizó por el Papa Inocencio III la regla y les dio por misión predicar la penitencia. 

San Francisco y sus compañeros se trasladaron a una cabaña que luego tuvieron que desalojar. En 1212, el abad regaló a San Francisco la capilla de Porciúncula con la condición de que la conservase siempre como la iglesia principal de la nueva orden. Él la aceptó pero sólo prestada sabiendo que pertenecía a los benedictinos. Alrededor de la Porciúncula construyeron cabañas muy sencillas. La pobreza era el fundamento de su orden. San Francisco sólo llegó a recibir el diaconado porque se consideraba indigno del sacerdocio. Los primeros años de la orden fueron un período de entrenamiento en la pobreza y en la caridad fraterna. Los frailes trabajaban en sus oficios y en los campos vecinos para ganarse el pan de cada día. Cuando no había trabajo suficiente, solían pedir limosna de puerta en puerta. El fundador les había prohibido aceptar dinero. Se distinguían por su gran capacidad de servicio a los demás, especialmente a los leprosos a quienes llamaban “hermanos cristianos”. Debían siempre obedecer al obispo del lugar donde se encontraran. El número de compañeros del santo iba en aumento.
Santa Clara oyó predicar a San Francisco y decidió seguirlo en 1212. San Francisco consiguió que Santa Clara y sus compañeras se establecieran en San Damián. La oración de éstas hacía fecundo el trabajo de los franciscanos.

San Francisco dio a su orden el nombre de “Frailes Menores” ya que quería que fueran humildes. La orden creció tanto que necesitaba de una organización sistemática y de disciplina común. La orden se dividió en provincias y al frente de cada una se puso a un ministro encargado “del bien espiritual de los hermanos”. El orden de fraile creció más alla de los Alpes y tenían misiones en España, Hungría y Alemania. En la orden habían quienes querían hacer unas reformas a las reglas, pero su fundador no estuvo de acuerdo con éstas. Surgieron algunos problemas por esto porque algunos frailes decían que no era posible el no poseer ningún bien. San Francisco decía que éste era precisamente el espíritu y modo de vida de su orden. 

San Francisco conoció en Roma a Santo Domingo que había predicado la fe y la penitencia en el sur de Francia. 
En la Navidad de 1223 San Francisco construyó una especie de cueva en la que se representó el nacimiento de Cristo y se celebró Misa. 
En 1224 se retiró al Monte Alvernia y se construyó ahí una pequeña celda. La única persona que lo acompañó fue el hermano León y no quiso tener visitas. Es aquí donde sucedió el milagro de las estigmas en el cual quedaron impresas las señales de la pasión de Cristo en el cuerpo de Francisco. A partir de entonces llevaba las manos dentro de las mangas del hábito y llevaba medias y zapatos. Dijo que le habían sido reveladas cosas que jamás diría a hombre alguno. Un tiempo después bajo del Monte y curó a muchos enfermos.
San Francisco no quería que el estudio quitara el espíritu de su orden. Decía que sí podían estudiar si el estudio no les quitaba tiempo de su oración y si no lo hacían por vanidad. Temía que la ciencia se convirtiera en enemiga de la pobreza. 

La salud de San Francisco se fue deteriorando, los estigmas le hacían sufrir y le debilitaron y ya casi había perdido la vista. En el verano de 1225 lo llevaron con varios doctores porque ya estaba muy enfermo. Poco antes de morir dictó un testamento en el que les recomendaba a los hermanos observar la regla y trabajar manualmente para evitar la ociosidad y dar buen ejemplo. Al enterarse que le quedaban pocas semanas de vida, dijo “¡Bienvenida, hermana muerte!”y pidió que lo llevaran a Porciúncula. Murió el 3 de octubre de 1226 después de escuchar la pasión de Cristo según San Juan. Tenía 44 años de edad. Lo sepultaron en la Iglesia de San Jorge en Asís.

Son famosas las anécdotas de los pajarillos que venían a escucharle cuando cantaba las grandezas del Señor, del conejillo que no quería separarse de él y del lobo amansado por el santo. Algunos dicen que estas son leyenda, otros no.

San Francisco contribuyó mucho a la renovación de la Iglesia de la decadencia y el desorden en que había caído durante la Edad Media. El ayudó a la Iglesia que vivía momentos difíciles.

¿Qué nos enseña la vida de San Francisco?

Nos enseña a vivir la virtud de la humildad. San Francisco tuvo un corazón alegre y humilde. Supo dejar no sólo el dinero de su padre sino que también supo aceptar la voluntad de Dios en su vida. Fue capaz de ver la grandeza de Dios y la pequeñez del hombre. Veía la grandeza de Dios en la naturaleza.

Nos enseña a saber contagiar ese entusiasmo por Cristo a los demás. Predicar a Dios con el ejemplo y con la palabra. San Francisco lo hizo con Santa Clara y con sus seguidores dando buen ejemplo de la libertad que da la pobreza. 

Nos enseña el valor del sacrificio. San Francisco vivió su vida ofreciendo sacrificios a Dios.

Nos enseña a vivir con sencillez y con mucho amor a Dios. Lo más importante para él era estar cerca de Dios. Su vida de oración fue muy profunda y era lo primordial en su vida.
Fue fiel a la Iglesia y al Papa. Fundó la orden de los franciscanos de acuerdo con los requisitos de la Iglesia y les pedía a los frailes obedecer a los obispos.